jueves, 19 de enero de 2017

De artista y mago a...

Jaime Barcardit es misionero Marista en Perú. De pequeño quería ser mago, pero también soñaba con conocer a gente maravillosa, y con que la educación llegara a todos los niños del mundo... Nunca soñó con ser misionero pero sí con que el mensaje de Jesús llegara a todos.



Mi infancia fue una infancia feliz. Yo era un niño de buen corazón y aplicado en el colegio, me gustaban los escenarios, sobre todo el teatro y el ilusionismo, y me atraía lo artístico, pero también desde muy niño, me atraía ser sacerdote. Tanto es así que una vez, a mis 12 años, que en clase preguntaron qué queríamos ser de mayores yo dije “sacerdote”, y desde entonces los compañeros me pusieron el apodo de “el semi”, alusión a “seminarista”, que a mí no me molestó, porque me lo decían sin malicia y no abusaron del apodo. Pero no olvidé mis gustos artísticos, aprendí algunos trucos de ilusionismo y hoy sigo siendo un poco “mago”, capaz de hacer algunos milagritos con una baraja u otros objetos en las manos.

Recuerdo como en mi Primera Comunión, mi catequista nos dijo varias veces: “Y después de comulgar, escuchen a Jesús, por si les llama a seguirle.” Y yo lo entendí así: “Después de comulgar he de pensar si quiero ser sacerdote”… y pensé que sí, me atraía el misterio y la grandeza que intuía en todo aquello. Esta “vocación” o llamada que creí sentir de niño parecía cierta, pero inestable. Primero pensaba en “sacerdote” como el de mi parroquia, después pensé en “franciscano”, como un amigo de la familia, y finalmente me atrajo la vida “marista” que era la de los hermanos que me educaron en el colegio. Todo esto lo fui madurando con la ayuda de mis padres, de un sacerdote y formadores. A los 16 años entré en el seminario, con la idea de que fuera para toda la vida.

Hoy soy misionero en la selva peruana en Puerto Maldonado, donde los hermanos maristas tenemos un internado para 30 chicos y chicas indígenas o de zonas donde no pueden estudiar secundaria, porque no la hay en sus poblados o les queda tan lejos que no pueden ir. Como sus familias no tienen dinero para que sus hijos puedan vivir en la ciudad e ir al colegio, nosotros les acogemos, les cuidamos, les ayudamos en sus tareas escolares (que les cuestan muchísimo), y les enseñamos las cosas de nuestra cultura, procurando que no pierdan la suya: sus tradiciones, su idioma y su amor a la selva. También les invitamos a conocer a Jesús y, si quieren, les preparamos con las catequesis para recibir los sacramentos.  Para mí es lo más próximo a “hacer de papá” que me ha tocado vivir; estos adolescentes me han robado el corazón y me siento también muy querido por ellos.

Nunca soñé con ir a misiones. Seguramente lo soñó Jesús para mí. Sí soñaba con que la educación llegase a los pueblos más remotos, y en este sentido veo que van cumpliéndose mis sueños. Y soñaba con conocer personas maravillosas, y las he descubierto dentro del más puro anonimato y en la entrega a las labores más humildes; algunas de ellas son compañeros de comunidad. En mí se ha dado aquello de que los caminos del Señor no son los de los hombres.




También soñé que el mensaje de Jesús llegara al confín de la tierra, pero este sueño está lejos de cumplirse por la falta de misioneros. Este es el sueño de la Esperanza: “Roguemos al dueño de la mies que envíe obreros a su mies.”